Empaque mis maletas de manera indolente pocas horas antes de nuestra partida, el día anterior había sido uno de trabajo afanoso y según descubriría después, fastidiosamente apegado a nuestra realidad cotidiana. Organicé mi maleta pensando poco en la logística que se requiere, la que uno pierde cuando sale de la casa y la mamá o el papá ya no están ahí para corregir el tiro fatal de una camisa desdoblada a una maleta llena de otras como esa. Me monté al avión, converse con los miembros del Tzevet de Noar y otros amigos, incluso llegué a Tel-Aviv y aún no sentía que las cosas habían cambiado. No me sentía en Israel; sentía que estaba en Panamá y que el avión simplemente había circulado en forma de espiral por los aires del caribe, solo para jugarnos una broma ilusoria.
Ese sentimiento de inmovilidad no duró mucho. En poco tiempo llegaríamos a un hostal en Acre, y desde ahí en adelante la idea de estar en Panamá se extravió, dejándome flotar entre la belleza física de estar en mi tierra y la esencia mística que es perceptible por las calles de ese país.
A través del viaje logré conectar de maneras que van más allá del marco lingüístico; no las puedo describir porque el alma se me desborda y las palabras no alcanzan. Sin embargo, me han pedido que escriba estas líneas de contenido pobre, así que intentaré expresar algunos momentos: vi rayos dorados bañando los muros del Kotel como una señal de D’s, vi la tumba de Herzl y la plaza donde asesinaron a Rabin, vi nombres de soldados romanos tallados en los muros de una caverna carmelita, contemplé el sol anunciándose desde la línea gris del horizonte en la cima de Masada, sentí el hervir de mi piel sumergida en el mar muerto, lloré con soldados la muerte de sus compañeros, pude acariciar el vitral que sostenía las camisas de Judíos que perecieron en la Shoá y otro que contenía la biblia transcrita más antigua del mundo, molí café beduino al compás de una base rítmica tradicional, y pude experimentar tantas texturas, aromas, sabores y sonidos; no exagero cuando digo que Israel conjugo a lo infinito en su entrega. En algún momento mi ceguera colapsó y pude avistar desde el ojo de mi alma un paraíso de colores cuya intensidad divina fue tan profunda que sigue persistiéndome para que invoque las palabras que la moldean.
Nosotros no fuimos a Israel, dejamos que Israel pasara por nosotros con la misma intensidad con la que uno se enamora. La cúpula de nuestra identidad quedará por siempre iluminada con el obsequio más grande que puede recibir un judío en la diáspora: Taglit.